viernes, 4 de septiembre de 2015

TIMEO DANAOS ET DONA FERENTES

En la resonante Carta del Santo Padre Francisco con la que se concede la indulgencia &c, apenas un párrafo después de que se dispone (entre otras providencias tomadas para el «Año de la Misericordia») que la absolución sacramental de las mujeres incursas en aborto quede en manos de cualquier sacerdote sin expresa delegación de facultades de parte del obispo -como lo prevé la normativa sacra para tales casos-, sobresale (casi se tratara de otra libérrima concesión en favor de pecadores reos de un delito no menos grave) la voluntad papal de otorgar validez y licitud al sacramento de la confesión ministrado por sacerdotes de la FSSPX durante el período del inminente año jubilar. Sin excluir los agradecimientos de rigor, la Casa General de la Congregación aclaró, en carta al Santo Padre, que «en el ministerio del sacramento de la penitencia, [la FSSPX] siempre se ha apoyado, con absoluta certeza, en la jurisdicción extraordinaria que confieren las Normae generales del Código de Derecho Canónico», lo que pone a la cosa en sus justos términos en tiempos de conspicua marea modernista («estado de necesidad»). Pues si es cierto que detrás de las leyes hay razones que no pueden soslayarse impunemente, también es cierto que la tentación del ius-positivismo puede afectar a la Iglesia, opacando las evidencias de orden espiritual que indican un verdadero estado de excepción.

Lo último que se nos ocurriría suponer, en un pontífice consagrado con pelos y señales al ejercicio de la confusión y menoscabo de la conciencia cristiana, es que con esto haya obrado un acto de buena fe. Si no bastaran las resoluciones tomadas en contra de los odiosos tradicionalistas (tales como las despóticas defenestraciones del fundador de los Franciscanos de la Inmaculada y del finado monseñor Livieres sin derecho a defensa y sin explicitación de motivos, aunque muy presumiblemente por el delito de celebrar la Misa en latín), baste al menos la abrumadora mole de palabras y gestos desplegados por Francisco durante su mandato, todos en un único sentido y éste siempre contrario al Evangelio: las bendiciones a transexuales y activistas pro-aborto, la coyunda con la hez de la política anticristiana, el impulso del sincretismo religioso, las burlas a la piedad genuinamente católica, etc.


Equo ne credite, Teucri!  Lo único auspicioso del caso -sabido que Dios escribe derecho en los renglones torcidos por los hombres- es que muchos fieles añorantes la tradición y hasta aquí acometidos por escrúpulos acerca del presunto carácter "cismático" de la empresa lefebvrista, podrán, gracias a la misericordia de Francisco, acudir a sacerdotes católicos para confesar sus culpas y, de paso, asistir a sus misas. Y que, a despecho de los planes que Bergoglio pudiera acariciar, y en vista del posible cisma mil veces anunciado, unos y otros (católicos adscritos a la Fraternidad y católicos aún resistentes en Babilonia) acaben confluyendo sin recíprocos recelos en la Iglesia fiel. Lo que no es poco, caramba. Pero el precio -de no consumarse la división que parece inevitable- sería el de prolongar indefinidamente, gracias a medidas como ésta, esa situación de convivencia en una misma sociedad visible de las «dos Iglesias» aludidas por el padre Meinvielle en el final de su «De la cábala al progresismo»:
«no hay dificultad en admitir que la Iglesia de la publicidad pueda ser ganada por el enemigo y convertirse de Iglesia Católica en Iglesia gnóstica. Puede haber dos Iglesias, la una la de la publicidad, Iglesia magnificada en la propaganda, con obispos, sacerdotes y teólogos publicitados, y aun con un Pontífice de actitudes ambiguas; y otra, Iglesia del silencio, con un Papa fiel a Jesucristo en su enseñanza y con algunos sacerdotes, obispos y fieles que le sean adictos, esparcidos como "pusillus grex" por toda la tierra. Esta segunda sería la Iglesia de las promesas, y no aquella primera, que pudiera defeccionar. Un mismo Papa presidiría ambas Iglesias, que aparente y exteriormente no sería sino una [...] La eclesiología no ha estudiado suficientemente la posibilidad de una hipótesis como la que aquí proponemos». 

Éste descrito por Meinvielle ha sido, en rigor, el statu quo eclesial a lo largo de todo el post-concilio. Si algo ha hecho Bergoglio es inclinar definitivamente la balanza hacia la Iglesia de la publicidad, lo que vuelve sospechoso, por su crasa extemporaneidad, su donativo. Más bien -aparte un posible propósito de neutralizar toda oposición pasando incluso por generoso y bien dispuesto- podría pensarse, en línea con sus filias más notorias, en un intento de integrar a la Tradición católica en un panteón multirreligioso en el que cabrían indistintamente todas las confesiones: católicos ortodoxos y heréticos, judíos, musulmanes, animistas, agnósticos de café-bar, cultores de la Tierra y de Marilyn Monroe -más o menos como en los tiempos del Imperio romano, con la sola e indolora exigencia de avenirse a tributar unos pocos granos de incienso al Emperador. No podemos afirmar categóricamente que ésta sea la intención de Bergoglio; lo que sí sabemos es que puede ser la de Satanás.

Dos son los principales mandamientos:
cuidado del inmigrante musulmán
y cuidado del medio ambiente
Por lo pronto, en una insuperable síntesis de creativismo litúrgico y autorreferencialidad sin tope, la misa celebrada en Roma por la «Jornada mundial de oración por el cuidado de la creación» contó con la lectura de un pasaje de la Laudato Si' en lugar de la epístola paulina. Bien lo afirmó Ettore Gotti Tedeschi, el ex-interventor del IOR en los días de Benedicto, con un tono infrecuente para los tiempos que corren: la gnosis, aquella fuerza en perpetua guerra contra la Iglesia, apela hoy al problema inmigratorio, al problema ambiental, al problema del fundamentalismo y la violencia religiosa para reducir a la Iglesia al silencio y la impotencia. «Así como parece decidido hacer creer que los problemas de miseria moral sean consecuentes a aquellos de miseria económica, se estimula a la Iglesia a privarse de riquezas y distribuirlas, y a interrumpir así el proceso de evangelización [pues] evangelizar es contrario a la realidad histórica multirreligiosa y multicultural, y también priva de su libertad al prójimo y lesiona peligrosamente la cultura de otros pueblos. [...] Habiéndose decidido, al parecer, dejar acelerar el proceso de inmigración y declararlo necesario, [...] a la Iglesia se la alienta a ocuparse de consolar, y menos de educar. Pero lo más grave es que todo el mundo debe acoger el programa "ambientalista" como religión universal que reunirá a todos los pueblos de la tierra».

No hace falta decir que el programa coincide estrechamente con el de Francisco, que pronto sesionará ante la ONU para refrendarlo. Por eso sus regalos, como los de los dánaos, no son para saltar de alegría: su benevolencia debiera ser más temible que sus garras.