lunes, 11 de mayo de 2015

LOS CASTRO, EN EL REDIL NEOCATÓLICO

Si la flamante reanudación de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba sirvió para demostrar que no era tan irreductible la enemistad entre ambas naciones, que las ideologías que sustentan a uno y otro régimen son pasibles de reencontrar aquel cauce común que abrió la Revolución de 1789 («izquierda» y «derecha», se sabe, son categorías dimanadas de la ubicación de los diputados en los escaños de la Convención francesa), lo que faltaba, para soldar la síntesis, era el bitumen espiritual que aportara un líder religioso mundial, uno que consagrara la coyunda política con la misma indulgencia con la que hoy, en otro plano del descarrío, se bendicen las uniones concubinarias, incluso entre maricas. Era demasiado obvio colegir quién desempeñaría ese papel, toda vez que los astros -o las maquinaciones de la alta política, incluida la política clerical-  han querido concurrir todos a este desenlace de las tensiones seculares con miras a instaurar de una buena vez el paraíso en la tierra. Francisco lo hizo, y ¿quién si no?

- ¿Mi sabiduría, mi modestia y mis virtudes?
¿Cómo, Raúl? ¿Sos lisonjero, o acaso irónico?
«El Papa está haciendo que vuelva a ser católico [...] Salí impresionado por su sabiduría, por su modestia y todas las virtudes que sabemos que tiene. Yo, y el círculo dirigente de mi país, leo todos los días los discursos del Papa. Y le dije que si sigue hablando así volveré a rezar y volveré a la Iglesia católica y no es broma»: tales las petardistas razones de Raúl Castro ante los cagatintas, que hacen pensar en la definitiva suplantación del concepto de lo «católico» por otro de nuevo y paródico cuño que remite en todo caso a la universalidad del egotismo, a la minuciosa corrupción del mayor número de gentes según la ley del orgullo, donde cada minúsculo ácaro humano se erige en impugnador de la ley divina sin el menor aviso de la conciencia. Porque -convengamos en lo obvio- acá no se trata de la clamorosa conversión in articulo mortis del viejo tiranuelo arrepentido de sus crímenes, sino todo lo contrario: en la "conversión" de la Iglesia a la buena nueva del materialismo dialéctico, o al ateísmo sin más, y todo en el marco de una exasperante mediocridad de palabras y acciones de la que nadie parece percatarse, tal el letargo. "Si [Francisco] sigue hablando así..." añoraremos las ciegas embestidas de un Nietzsche o un Baroja, enemigos al menos más talentosos.

En esta confusa sazón, aparte de los consabidos favores del capital financiero para con la propaganda cultural marxista, caben otras paradojas aún más chirriantes: «soy comunista y como saben en el pasado uno no podía ser miembro del Partido Comunista si era católico», según Castro, haciendo implícitamente notar que en el presente sí se puede ser comunista y católico. En el pasado, ciertamente, León XIII podía calificar al comunismo como «mortal enfermedad que se infiltra por las articulaciones más íntimas de la sociedad humana, poniéndola en peligro de muerte», y Pío XI no atendía a respetos humanos al referirse al bolchevismo como a «satánico azote» portador de «una idea aparente de redención» al que «un pseudo ideal de justicia, de igualdad y de fraternidad en el trabajo satura toda su doctrina y toda su actividad con un misticismo falso que halaga a las masas». Ni el elocuente magisterio de sus predecesores ni el saldo histórico de cien millones de muertos a instancias del marxismo bastaron para que Bergoglio dejara de encontrar a éste llevadero e incluso benéfico, ni hicieron temblar su mano al momento de quemar su acostumbrado grano de incienso a la corrección política.

Como aquel flautista del cuento, que con sus melodías conducía engañadas a las ratas que infestaban el pueblo para que se lanzasen al río a morir, era menester arrastrar las multitudes al puente que se yergue sobre la Gehenna, término de su ilusión antropolátrica. Nada mejor que un pontifex para tal cometido, un flautista bien compenetrado con su labor, dispuesto a lanzarse él también a las aguas letales: el mismo que últimamente estuvo telefoneando a una conocida activista italiana pro-aborto, enferma de cáncer, para alentarla en "su lucha".

Los carbonarios del siglo XIX podrán al fin jactarse de que sus desvelos alcanzaron fruto. El naturalismo, largamente abonado desde los días de la Ilustración, ya logró abatir los últimos bastiones. Sobrada razón tenía Donoso Cortés al proyectar las falaces doctrinas bogantes en su tiempo, con sus consecuencias harto multiplicadas, en un presente cada vez más parecido al nuestro: «es imposible no echar de ver en ellas el signo misterioso, pero visible, que los errores han de lle­var en los tiempos apocalíp­ticos. Si un pavor religioso no me impidiera poner los ojos en esos tiempos formida­bles, no me sería difícil apo­yar en poderosas razones de analogía la opinión de que el gran imperio anticristiano será un colosal imperio de­magógico, regido por un ple­beyo de satánica grandeza, que será el hombre de pecado».