viernes, 12 de diciembre de 2014

CON LAS BESTIAS, AL CIELO

Y entonces Francisco se decidió a dilatar los lindes de su delirante apocatástasis incluyendo a los animales. Pues si no era suficiente con aquella reciente y entusiasta lección relativa a la gloria irrestrictatodos nosotros nos encontraremos allí. Todos, todos, allí, todos. Es bello»), ahora -y abusando por enésima vez de la petrina potestad de atar y desatar- resulta que metió a las mascotas en el empíreo, a empujones. Según lo reportan los azorados cronistas, «un día veremos a nuestros animales de nuevo en la eternidad de Cristo. El Paraíso está abierto a todas las criaturas de Dios».

Alguien tendría que advertirle al Santo Padre que sus sorprendentes máximas, si es que las inspira su declamado "Dios de las sorpresas" (que no, sin dudas, el Dios «admirable en sus obras y en sus santos»), corren el riesgo de causar un tedio insoluble a fuerza de atraer la atención por vías tan poco fecundas. Que acaba volviéndose repetitivo y machacón con sus sorpresas, que sus recursos resultan previsibles hasta el sopor. Y sobre todo: que si bien el foris canes del Apocalipsis no versa precisamente acerca de los perros sino de otra porción entre los protegidos de Su Santidad, lo cierto es que sirve a señalar con eficacia los límites de la Ciudad Celeste.

Goya. De los «Caprichos»: Tú que no puedes.
Uno de los más visibles frutos de la demencia de la vida moderna, después de la fortísima caída de la natalidad experimentada en los últimos 50-60 años, es la adopción de mascotas a las que se les concede el trato de hijos. Esto, en el fondo, supone menos la ilusión de creer dotados a los perros de condición personal que lo contrario: sentirse el hombre degradado al nivel de las animalias. Se cumple irónicamente, en pago a la presunción antropocéntrica, aquello de Daniel 5, 21: «su corazón fue hecho semejante al de la bestias y marchó a convivir con los onagros». O lo que en una de las vibrantes invectivas de León Bloy contra sus contemporáneos, a quienes fustigó por no temer el «alcanzar un destino de perros, hijos de perra, parientes del cerdo».

Hay un poema de un autor francés poco traducido en nuestra lengua, Francis Jammes, contemporáneo y amigo de Paul Claudel, que se titula Oración para ir al cielo con los burritos. Allí se lee, a guisa de súplica final:

Dios mío,
haz que me acerque a Ti
con los burritos [...]
haz que,
en ese recreo de las almas,
inclinado sobre tus aguas divinas,
yo me parezca a los burritos
que contemplarán su pobreza humilde
y suave en la limpidez
del amor eterno.

Pero esto no deja de ser atribuible a la fantasía y a la emotividad del poeta, que quisiera rescatar para el Cielo todo cuanto cae bajo su simpatía cordial. La invención teológica de Bergoglio supone otra cosa, y el cielo que éste parece indicar -a juzgar por la ancha y espaciosa senda que señala como conducente a él- no debería ser otro que aquel cuyo ingreso custodia el can Cerbero.