martes, 12 de noviembre de 2013

NEWMAN Y LAS «TRES EDADES» DE LA IGLESIA

Así como el de la «conciencia» (casi un tópico, una preferencia de los abusadores de la reflexión teológica de nuestros días), éste del desenvolvimiento histórico de la Iglesia, discernible en «edades», fue uno de los hierros candentes que Newman no se abstuvo de aferrar. Y supo salir ileso de la prueba aquel que pudo con justicia jactarse, al recibir el biglietto por el que era creado cardenal, de haber «durante treinta, cuarenta, cincuenta años (...) resistido con lo mejor de mis fuerzas al espíritu del liberalismo en religión».

El suyo había sido el siglo de Lamennais, que no por nada Daudet motejara como «el siglo estúpido». Alborozo o alboroto de que se trate (porque las tesis progresistas se formulan tapando con ruido de palabras las evidencias que les son contrarias, en una especie de vocinglero optimismo), Newman supo rechazar esa tentación de sustituir la fe en la resolución meta-histórica de la Historia (Parousía) por su parodia cruel -y su negación, en suma-. como es la de la evolución inexorable de la historia en el sentido del bien y por sus puras virtualidades.

Abundan, a Dios gracias, las rectificaciones del desafuero evolucionista. En nuestra lengua y en temprana hora supo salirle al cruce el padre Juan G. Arintero o.p., mostrando que una correcta idea cristiana de «progreso» debe reflejar ese deseo paulino (Ef. 4,13) de «que todos lleguemos a la unidad de la fe y al conocimiento completo del Hijo de Dios, y a constituir el estado del hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo». Tal la feliz analogía entre el progreso espiritual del cristiano y el de la Iglesia, que
el progreso místico es el único y verdadero progreso integral, el único en que la naturaleza logra realmente adquirir la plenitud de sus perfecciones, a la vez que con esplendores divinos se realza. Es un continuo incremento de vida y de energías en que, creciendo en todo según el verdadero Ejemplar, podemos llegar a la medida del Varón perfecto. Con este progreso se explican todos los que puede haber en la Iglesia, sin peligro de incurrir en esas aberraciones modernas que tratan de reducirlos a otras tantas series de contradicciones y destrucciones, pues todo progreso real es la creciente manifestación de algún aspecto de la vida cristiana, que siempre crece y nunca se destruye o desmiente (La evolución mística, B.A.C., Madrid, 1968, 2ª ed.).

Esa certeza es la que se nos ofrece como antídoto contra la infestación de hegelianismo que sufre hoy la Iglesia, tanto más inaudita cuanto que su guarda se ha confiado a sus más sañudos dilapidadores. Que a éstos les responda Newman, sobre quien ofrecemos, para mayor esclarecimiento, un excelente artículo aparecido días atrás bajo el título de «El jesuita como problema» en el blogue italiano Vigiliae Alexandrinae, sin mención de autor.

Beato cardenal J. H. Newman
En el comienzo de The mission of St. Benedict, el beato cardenal Newman, siguiendo probablemente una indicación tomada de Auguste Compte, considera evolutivamente las apariciones de san Benito, santo Domingo y san Ignacio de Loyola:
«Digamos que san Benito recibió la formación intelectual antigua, santo Domingo la  medieval y san Ignacio la moderna... Paso entonces a contraponer entre sí a estos grandes maestros del pensamiento cristiano. A san Benito entonces, a este gran santo dejadme asignarle, como marca distintiva, el elemento de la poesía; a santo Domingo el elemento de la ciencia, y a san Ignacio el práctico. Estas características, que pertenecen respectivamente a las escuelas de los tres grandes maestros, brotan de las circunstancias en las que ellos asumieron sus respectivas obras. Benito, a quien es confiada su misión cuando era casi un muchacho, le infundió la simplicidad romántica de la juventud. Domingo, un hombre de cuarenta y cinco años laureado en teología, cura y canónico, llevó a la religión la madurez y la plenitud que había adquirido en las escuelas. Ignacio, hombre de mundo antes de la conversión, dejó en herencia a sus discípulos aquel conocimiento de la humanidad que no puede ser adquirido en los claustros. Y así los tres distintos órdenes dieron nacimiento, por decirlo así, a la poesía, a la ciencia y al sentido práctico».
Newman, que dedica todo el ensayo a explicar qué deba entenderse por la "poesía" de los monjes benedictinos (la oración, la liturgia y una vida ordenada y, en este sentido, poética), y que individualiza en la metafísica la "ciencia" medieval de los hijos de santo Domingo, se detiene en el carácter específico del "sentido práctico" de los jesuitas, definiéndolo una "prudencia":
«La palma de la prudencia religiosa, en el sentido completo que esta palabra tiene en Aristóteles, corresponde a la casa religiosa de la que san Ignacio es fundador. Aquella gran orden es la clásica fuente..., la escuela, el modelo de discernimiento, de sentido práctico, de gobierno sabio. Concepciones más sublimes  o más profundas especulaciones pueden haber sido creadas o elaboradas en otros lugares; pero, sea que consideremos a la ilustre Compañía en su constitución, o bien en las reglas de instrucción o de dirección, vemos que su peculiaridad consiste en el preferir esta excelentísima prudencia a cualquier otro don, y en preocuparse poco de la poesía y de la ciencia, a no ser que le resulten útiles».
El positivismo de una visión en la que poesía, ciencia y prudencia se suceden como expresiones de tres distintas épocas -antigua, media y moderna- es corregido pronto por Newman, que, recurriendo al concepto mismo de Tradición, observa oportunamente: 
«Es cierto que la historia, a través de estos tres santos, en cierta manera se presenta según la línea predicada por la teoría que cité; de la poesía pasa, a través de la ciencia, al sentido práctico, es decir, a la prudencia; sin embargo y al mismo tiempo, se debe retener mentalmente aquella importante cláusula condicional que la Iglesia nunca dejó perder cuando acometió algún cambio. Nunca ha añorado el pasado, ni lo ha odiado nunca. En vez de pasar de un estadio de la vida a otro, ha llevado consigo hasta su período reciente la propia juventud y la propia media edad. Nunca mudó las propiedades que le son propias, sino que las acumuló, y de su arcón extrajo cosas nuevas y antiguas, según la ocasión. No perdió a Benito al encontrar a Domingo, y tiene todavía consigo a Benito y a Domingo, aunque se haya hecho la madre de Ignacio. Imaginación, ciencia, prudencia, son todas buenas, y ella todas las posee. Aspectos incompatibles por naturaleza, coexisten en ella; su prosa es por un lado poética, por el otro, filosófica».
Se quiere aquí decir que en la Iglesia cualquier momento -inteligencia de las imágenes litúrgicas, definición filosófica y teológica y sentido práctico- entra con los otros en una tal tensión que sin los otros resultaría imperfecto y apócrifo. Bien vistas las cosas, es justamente en el olvido positivista de esta contextualidad y en la propensión a creer que en la prudencia (hoy se dice "pastoralidad") se realiza el sentido histórico del catolicismo romano, reside la impresionante contribución del jesuitismo novecentista a la actual crisis modernista de la Iglesia católica.
Una prudencia sin "poesía" y sin "ciencia" explica a la par el evolucionismo de Marie-Joseph Pierre Teilhard de Chardin s.j., del que la Gaudium et Spes fue una gran continuación; la exégesis histórica del cardenal Bea s.j.; la doctrina de la "corrupción" de Josef Jungmann s.j., en la cual confluyen arqueologismo, simplificación y pastoralidad, es decir, todos los presupuestos teóricos de la reforma litúrgica (consúltese sobre otros particulares el análisis de dom Alcuin Reid, o.s.b., Lo sviluppo organico della liturgia, Siena, 2013); el "giro antropológico" de Karl Rahner s.j.; la agresión disolvente del derecho natural y la moral del caso concreto de Joseph Fuchs s.j., que son la inmediata consecuencia de aquel "giro"; la funesta pastoral ambrosiana y las "zonas de sombra" del cardenal Martini s.j; las extrañas divagaciones de los jesuitas de San Fidel en Milán (sobre lo cual volveremos); y de alguna manera también el mismo nominalismo de Jorge Mario Bergoglio s.j. 
Por otro lado, en la escandalosa respuesta a Scalfari sobre la autonomía de la conciencia, Francisco no hizo más que citar, casi a la letra, un teólogo jesuita "in gamba": 
«Aquel que sigue la propia conciencia, sea que afirme ser cristiano o no cristiano, sea que afirme ser ateo o creyente, un tal individuo es acepto y aceptado por Dios y puede alcanzar aquella vida eterna que en nuestra fe cristiana nosotros confesamos como fin de todos los hombres. En otras palabras: la gracia y la justificación, la unión y la comunión con Dios, la posibilidad de alcanzar la vida eterna, todo esto solamente encuentra un obstáculo en la mala conciencia de un hombre» (Karl Rahner, El esfuerzo de creer).


[Nota: coincidencias como esta última, en nada casuales, podrá encontrar seguramente quien indague en las ocurrencias de Francisco a la luz de la "genealogía" (post-) jesuítica arriba propuesta. Sin ánimo de extendernos más, hemos hallado al azar una del extinto cardenal Martini, mentor de Bergoglio en el cónclave que consagró a Benedicto XVI, quien no tuvo empacho en afirmar, en un libro publicado en vísperas de su muerte, que «la historia nos señala cómo la Iglesia, en su conjunto, no ha estado jamás tan floreciente como lo está ahora» (Il comune sentire, Rizzoli, Milano, 2011). Francisco dijo lo mismo hace poco, de lo que ya dimos cuenta (ver aquí).

Conocemos cuál es el carácter de este optimismo. Encarna por lo común en sujetos que, después de haber proscrito sin pausa y sin misericordia a cuantos pudieran estorbar sus planes, se encuentran en soledad encaramados allí donde su estrategia los condujo. Ahora sí, secretamente satisfechos, pueden tronar contra el ajeno carrerismo y decorar el statu quo resultante, convictos de que "las cosas nunca estuvieron mejor"]