sábado, 7 de febrero de 2015

NUESTRAS EXTRAVAGANTES (Y ESTÉRILES) CONCESIONES

Ya Veuillot advertía, ciento cincuenta años atrás, que las calenturientas mentes revolucionarias no se iban a satisfacer tan fácilmente con la política clerical de mano tendida. «Saben que nuestras más extravagantes concesiones jamás llegarán a mitad de camino de la meta a la que tienden sus doctrinas. Pero aún así, creen captar en nosotros un oculto desfallecimiento de esta fe que los asombra y los desespera. Si no tienen más que odio, su odio se aviva con nuestras incertidumbres; si tienen alguna quimera, algún absurdo sistema de renovación social, su confianza se acrecienta a medida que la nuestra parece disminuir». Esto no ha hecho más que comprobarse a lo largo de todo el siglo veinte: memorable por lo claudicante la monserga de Paulo VI en la última sesión del Vaticano II en que, refiriéndose a las bravatas del humanismo secular profano, advirtió aquello -horresco referens- de que
la religión del Dios que se hizo hombre se encontró con la religión del hombre que se hace Dios ¿Qué sucedió? ¿Una lucha, una batalla, una condena? Podría haber sido así, pero no sucedió. La antigua historia del samaritano fue el paradigma de la espiritualidad del Concilio. Un sentimiento de simpatía sin límites lo impregnó todo.
A cincuenta años de aquel hito verbal, sucedido por las más olímpicas reculadas que podían ensayar los alzacuellos ante las corbatas, las iglesias vienen siendo regularmente profanadas por escuadrones del Mandinga que abogan por una mayor profundización del laicismo, y la "simpatía sin límites" de Montini es correspondida con escupitajos e insultos. No se puede negar que a estos malditos los asista alguna razón: les repugna una Iglesia que deja languidecer esa fe que «los asombra y desespera», porque en su aburrimiento secular preferirían batirse con cruzados que los muelan bien a palos, o al menos que les desbaraten con afiladas razones el aparato de pamplinas que las ideologías les dejaron por legado. Así como nosotros ansiamos esa gloria supereminente que tenemos prometida, ellos podrían desear esa fe incomprehensible si notaran al menos sus efectos entre nosotros. Pues tanto como a su propio y aherrojante hastío odian la tibieza en nuestras filas, y se entiende que así sea: ésta, siquier por reflejo, los condena a irremisible desesperanza.

Pero estas comprobaciones evidentes por sí mismas, capaces de afectar todos los cinco sentidos externos, no hacen mella alguna en la bien posicionada Jerarquía, que continúa extenuando su ralliement quién sabe con miras a ocupar qué lugar de privilegio en el inminente naufragio. Ahí les darán a probar su adobada democracia... Como al secretario general de la revesada orden de los Franciscanos de la Inmaculada, padre Alfonso Maria Bruno, quien, refiriéndose al encuentro entre Francisco y el recientemente electo presidente italiano Sergio Matarella y a la colaboración entre los dos Estados, augura «un Tíber más estrecho» pues «nos asiste una concepción del bien común que está por encima del ser laicos o católicos, hombres de Estado u hombres de Iglesia, para ser -integralmente y simplemente- hombres». Que no se sienta tan seguro: bien decía Kierkegaard -y sujetos como el padre Bruno lo comprueban hasta la fatiga- que todo el drama del hombre moderno consiste en haber olvidado lo que significa ser hombre.

Ya lo dijo no hace mucho un articulista que reparó en la manía oportunista de hombres como Bruno: el pragmatismo es un juego que favorece la propia visibilidad en el mundo de la apariencia; el pragmatismo se vuelve sinónimo de protagonismo. De ahí el desprecio usual por la doctrina y la insistente cantilena pastoral, mucho más apta para colocar a estos actores en el centro de la escena, excediendo siempre con mucho la incumbencia y el ámbito del pastor de almas. Cosa bien ensayada, como es noto, por el Bocón, a quien ahora se le ocurrió pedir por «una mayor presencia de la mujer en la vida de la Iglesia, en el mundo laboral y en la familia» (no hay necesidad de aclarar que la mayor presencia de la mujer en el ámbito laboral menoscabó su presencia en la familia, ni es menester reparar en lo que sugiere el pedido de una mayor presencia femenina en la Iglesia en época tan flaca de vocaciones).  Filólogo al fin, muy en la salsa de sus cavilaciones terminológicas, graficó al fin para el aplauso: «la Iglesia es mujer, es la Iglesia, no el Iglesia. Esto es un reto que no se pospone más».

Lo que no debe seguir posponiéndose es la defenestración de elemento semejante, al precio de que se cumpla la amenaza de los terroristas islámicos de convertir la basílica de San Pedro en establo para sus animales. Porque éste es el término obligado de tantas concesiones a la jerga democrático-laicista, de tanta sonrisa cómplice al ministro masón de turno. Dicen que en el silencio recogido de la oración puede advertirse el paso modulatorio del «¿hasta cuándo?» que los mártires dirigen al Señor clamando por la consumación de su obra (Ap 6, 10) al «¿hasta cuándo?» mudado en catilinaria cada vez que éstos vuelven el rostro hacia Francisco.


Quousque tandem abutere, Francisce, patientia nostra?

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